sábado, abril 21, 2007

LEYENDAS DE CÓRDOBA: EL CORREGIDOR DE LA CASACA BLANCA

La casa que ocupa la denominada Plazuela de Orive (Córdoba), que comunica con la calle de los Villalones, es también conocida como Palacio de Orive (o de los Villalones). Muestra un linda fachada realizada en 1560 por el arquitecto Hernán Ruiz II; sobre su puerta hay un medallón y en su centro un busto de mujer con los brazos abiertos, a la que el vulgo tiene inventada una tradición conocida por la del “Corregidor de la Casaca blanca” porque dicen que la usaba D. Carlos Ucel y Guimbarda, a quién se la han aplicado.



D. Carlos Ucel y Guimbarda, había perdido a su bella y adorada esposa, cuando más feliz se juzgaba con su compañera. El Cielo quiso, para consolar la amargura que aquella pérdida le causara, dejarle una hija, blanca y hermosa, como su nombre, y tímida y sencilla como el espíritu de un ángel. Jamás salía de casa, sino acompañada de una dueña, en sus primeros años, y después de su padre. Contaba diez y siete años, cuando en uno, al llegar la velada entonces, hoy Feria de la Fuensanta, la llevó a beber aquellas puras y apetecidas aguas y orar por su madre ante la venerada imagen, amor de todos los cordobeses. En la esquina del Convento de San Rafael, conocido generalmente por Madre de Dios, se les interpuso una harapienta gitana, de horrible aspecto y penetrante mirada, pretendiendo decir a Blanca la ventura que le esperaba. La tímida joven demostró al punto su repugnancia, y D. Carlos, que temían un ligero disgusto en su hija, ordenó a la gitana se apartase, dejando de incomodarla por mas tiempo. Ella insistió, y al fin fue preciso, mal a su grado, retirarla, dejándola a un lado del camino, profiriendo mil palabras, entre las que se percibieron claramente: “Ellos pagarán su orgullo con raudales de llanto, que la desgracia les hará verter”. Nadie hizo caso de sus palabras, que consideraron desahogo de su mala educación, volviéndose tranquilos a su casa, como si nada hubiesen oído.



Dos o tres años habrían transcurrido, cuando a las altas horas de la noche, oyeron llamar a la puerta; asomaronse, y eran unos hebreos que iban a quejarse al Corregidor de que n o les querían dar posada en ninguna de las de Córdoba, y pedían, o una orden para ello ó que se les dejase pasar hasta el día, aun cuando fuera en el portal de su casa. Consintió Guimbarda en esto último, y la dueña que había recibido el recado, ponderó a Dª Blanca lo extraño de las figuras de los nuevos huéspedes, hasta el punto de que la curiosidad les hizo ir a examinarlos por el agujero de la llave del portón; más, cual sería su sorpresa al ver que leían en un libro a la luz de una vela amarilla, y que pasaban muy deprisa las cuentas de una especie de rosario que uno de ellos llevaba pendiente de la cintura. A poco sonó un ruido extraño y la tierra se separó, dejando una abertura que daba paso a una hermosa escalera de mármol. Por ella bajó uno, volviendo al poco acompañado de un joven que apenas frisaba en los tres lustros, de hermoso y gallardo aspecto, y un cofre, al parecer lleno de alhajas de gran valor. Aquel desgraciado, enterrado en vida, les rogó repetidas veces para que lo llevasen consigo, siendo inútiles sus quejas y súplicas, pues después de algunas prevenciones que le hicieron, lo obligaron a bajar por la ancha escalera. Apagaron la vela y con la luz desapareció también el hoyo formado en el portal, como si nada hubiese sucedido.




Llegó la mañana siguiente, y los hebreos se despidieron del Corregidor, dándole muchas gracias por la generosidad con que los había hospedado; más ¡cuanta desgracia se atrajo con ella! Tanto la dueña como la hermosa Blanca, ardían en viva curiosidad por saber el misterioso arcano del joven prisionero con tantas y codiciadas riquezas. Examinaron el portal, y nada advertían en su pavimento, hasta que la dueña vio esparcidas por él muchas gotas de cera desprendidas de la vela encendida por los hebreos. Juntólas cuidadosamente e hizo un cerillo, con el que creían que se abriría la tierra. Esperaron la noche, y cuando todos estaban recogidos, bajaron al portal y encendieron la luz, logrando por este medio que apareciese de nuevo la escalera, por la cual Blanca, recorriendo algunas galerías sin hallar el menor rastro: cuando vio la dueña que el pabilo que se acababa, echaron a correr; pero al salir se le concluyó, quedando dentro la desgraciada joven que venía tras ella. La pobre vieja empezó a gritar: a sus voces acudió el Corregidor y todos los criados, quienes se confundían más con sus revelaciones; luego llamaron a Blanca, que respondía con acento de dolor desde el centro de la tierra. El Corregidor hizo mil excavaciones, todas inútiles, llorando en su desesperación la pérdida de tan querida hija. Varios años pasaron: Don Carlos murió solo y desesperado.

Desde entonces se dice, que una sombra misteriosa recorre de noche toda esta casa, en la que muchos aseguran haberse asombrado, atribuyéndole a el alma de Dª Blanca, que aun vaga por sus contornos.


(Teodomiro Ramírez de Arellano, cronista de Córdoba del s. XIX; “Paseos por Córdoba” Editorial Everest, León-Librería Luque-Córdoba-Segunda Edición, 1.973 pag.142)