sábado, mayo 05, 2007

LA LEYENDA DEL NIÑO, EL ARROYO Y LA FLOR.



Era una tarde fría y soleada, como acostumbraban a ser las tardes de Otoño en aquel lugar. A la salida del colegio, el niño recorría esos lugares secretos que su abuelo le había mostrado cuando era aún más niño (un niño de verdad), bastante más joven. Y como siempre, la mochila en su espalda albergando una cantimplora con agua, algo de comida, un aparato de radio que le permitiera escuchar música clásica, y sus cuadernos de notas, siempre sus cuadernos, eternos compañeros de viaje.


En sus solitarios paseos por ese bosque mediterráneo, analizaba las huellas del escurridizo Meloncillo, siempre olisqueando en busca de restos de comida con que alimentarse, o huevos de perdiz que robar. Visitaba las Encinas huecas donde las ágiles Jinetas tenían su morada, y que sólo abandonaban de noche, para salir de caza y dejar ver sus ojos rojos en la noche. Se acercaba a la fuente donde los Conejos de campo solían ir a beber, para comprobar al mismo tiempo si habían crecido algunos Tréboles. En su paseo era frecuente ver en el cielo la silueta de los hermosos Buitres negros, tan peculiares de aquella zona, y tan escasos a la vez. Como todo lo bueno, pensaba que era poco pero de calidad. Alguna vez también tuvo la suerte de contemplar alguna cría de Autillo, incluso de Cárabo, que por su redondez y su esponjoso plumaje más bien parecía un peluche. Y esas dos pequeñas Rapaces le recordaban a su infancia, a su plumaje ya perdido.

Antes de acercarse al arroyo, se solía sentar a la sombra de un gran Alcornoque, y escribía, escribía. no dejaba de escribir a veces hasta que la luz ya era insuficiente para ver la tinta, y siempre tenía de referencia un poema lejano, muy lejano, que en su niñez (¿o adolescencia, o madurez?) escribió. Lo tituló "El rincón de la magia", un rincón al que siempre deseaba volver algún día, un rincón que era todo su anhelo y su esperanza.

Siempre el final de la jornada terminaba en el arroyo, un arroyo limpio, de aguas cristalinas, de aguas frías, ruidoso por la corriente pero silencioso a la vez, y que invitaba a la paz y a la meditación. Un arroyo rodeado de jaras y aromas tan conocidos para él. Se acercó, y mojó sus manos en el agua, salpicó su cara para sentir la naturaleza en su piel, empapó sus cabellos del líquido frío. Se sentó sobre una roca para descansar y ver finalizar el día antes de regresar a casa, cuando en ese momento oyó un rumor, una voz humana, una voz de niña que venía del otro lado del arroyo. Era una niña que cubierta por un sedoso vestido de tonos violetas y blancos que se mecía con la brisa de la tarde. Sus cabellos se movían al ritmo de las ramas de los árboles cuando una bocanada de aire entraba por la ribera de aquel manantial. Ella susurraba una pequeña melodía, lanzaba piedras al agua, y contemplaba sus ondas. El se quedó sin voz y no dejaba de observarla, como lanzaba las pequeñas piedras y como sostenía en su mano una bella flor.

Esa niña le recordaba tanto a la protagonista de su viejo poema, "El rincón de la magia", que sintió un aguijonazo dulce en su corazón. Ella le miró, y mientras le sonreía, la flor que sostenía en su mano, cayó al agua, dejándose arrastrar por la corriente del arroyo. El niño dudó un instante, pero sin pensarlo más, sin quitarse ni ropa ni zapatos, se lanzó al agua, al fondo del profundo arroyo, queriendo recuperar la hermosa flor.

El niño (el hombre) se dejó llevar por la corriente del arroyo, detrás de la flor, como envolviéndose en un sueño eterno, buceando en las zonas más profundas del agua, sabiendo que sería difícil volver a la superficie si su empeño era buscar la flor. Y así fue como, a semejanza de las leyendas de Arturo y Merlín, la Dama del Lago Ninniam se le apareció y le tomó de la mano, llevándolo hasta las profundidades del arroyo, a un lugar que nadie conocía, y donde vela todos los días esa flor, esperando que en algún momento Ninniam le permita regresar a la superficie, al mundo de los mortales, y entregar la flor que perdió aquella bella muchacha.

Mientras tanto, él, debajo del agua, sigue escribiendo, sigue recordando, sigue queriendo encontrar su destino.


(Juanfran)